El
diestro sevillano consuma una temporada de apabullante maestría, regularidad e
inspiración
RUBÉN AMÓN
Diario
Digital EL CONFIDENCIAL
Pongamos por caso Alcalá de Henares. Que no es La
Maestranza ni Bilbao, de acuerdo. Y que tanto vale, de acuerdo también, para
ilustrar el estado de gracia de Morante de la Puebla. No por las orejas que
allí obtuvo este domingo (tres), sino porque la plenitud del diestro sevillano
no discrimina las plazas grandes de las pequeñas, ni los toros propicios de los
deslucidos. Morante de la Puebla ha adquirido una insultante regularidad, una
dimensión intratable e insólita entre los matadores ciclotímicos de su estirpe.
No es que toree más que nadie. Es que torea mejor que nadie y torea mejor que
sí mismo, más o menos como si la temporada de 2021 hubiera alineado todas las
virtudes que ya le conocíamos. El arte y el valor, por ejemplo; la técnica y el
oficio; la inspiración y las motivaciones; la exuberancia y la creatividad; el
embrujo del capote, el poder hipnótico de la muleta. Encuentra agua en todas
partes el maestro, como si la espada fuera el bastón del zahorí. Y como si
trasladara al ruedo un estado de clarividencia que predispone un lugar en la
historia.
A Morante le sirven los toros malos y los buenos.
Ha explorado todos los límites de la torería. Ha adquirido incluso un
compromiso, no ya con la integridad de su tauromaquia, sino respecto al estado
de emergencia en que se encuentra el toreo contemporáneo.
Morante
es el objeto y el objetivo no solo de las grandes faenas del año, sino de las
polémicas más siniestras
Se ha convertido Morante en el costalero. Y en el
objeto y el objetivo no solo de las grandes faenas del año, sino de las
polémicas más siniestras. Sucedió cuando Twitter suprimió cautelarlmente la
cuenta que divulgaba sus actuaciones, como si contuvieran una extrema apología
de la crueldad. Y volvió a ocurrir cuando sobrevino en Gijón la lidia de
'Feminista' y de 'Nigeriano'. Le correspondieron por sorteo las reses. Y se
apresuró la alcaldesa del municipio asturiano a hacer el ridículo, no solo
porque se identificaba al “torero de Vox” con la ejecución material del
machismo ('Feminista') y la xenofobia subsahariana ('Nigeriano'), sino porque
el malentendido dio lugar a que la edil socialista proclamara la abolición de
los festejos taurinos en una suerte de bravuconada caciquil.
La mejor temporada de su vida
Es una evidencia estadística que Morante está
cuajando la mejor temporada de su vida. Y es un clamor unánime la estupefacción
que engendra la constancia de sus actuaciones. El toreo caro acostumbra a
administrarse a cuentagotas. Y no por la congoja o la fragilidad que se
atribuye convencionalmente a los toreros de arte, sino por las dificultades que
implican la reunión de la faena y el toro perfectos en una misma tarde. Es el
contexto en que los aficionados hablamos de la “tardes históricas”. Y la razón
extraordinaria por la que Morante no hace otra cosa este año que amontonarlas
sin distinciones geográficas.
Alcalá de Henares, decíamos. Como podíamos decir
Linares, Almería, Calatayud, Jerez, Huelva… No forma parte de la lista El
Puerto de Santamaría. Y no porque Morante se hubiera afligido aquel fallido 7
de agosto frente a los seis toros de Prieto de la Cal, sino porque la decisión
de acartelarse en solitario con una ganadería “alternativa” se resintió del
rendimiento paupérrimo de las reses.
Ha cumplido 41 años el maestro. Y va camino de
celebrar 25 años de alternativa. El tiempo ha dado profundidad a su
tauromaquia. Se diría incluso que Morante parece consciente de una misión, no
ya como epígono y sucesor de los grandes toreros que le precedieron -Joselito,
Manolete, Pepe Luis, Ordóñez- sino artífice de una tauromaquia integral que
puede marcar una época, una edad del toreo, si es que no lo está haciendo ya.
Morante es el espejo de los grandes maestros sin
haber dejado nunca de ser él mismo. Más nos recuerda a Joselito, más se parece
a sí mismo. Tan grande es la fascinación que el propio matador de La Puebla del
Río ha ido coleccionando los objetos que utilizaba el joven maestro. Su
escritorio, sus cuadros, sus libros. Y hasta su montera. La conserva Morante como
si fuera la mitra de un papa renacentista o la corona de un rey visigodo. Y no
se atrevía a ponérsela Morante.
Le parecía una suerte de profanación, al menos
hasta que llegó el momento de ungirse con ella. Pudo ajustársela como si
estuviera hecha a medida. Y como si el gesto equivaliera a extraer de la piedra
la espada mágica de Excalibur. Estaba predestinado Morante. Y era el gran
heredero, no ya de Joselito, sino de todo el patrimonio histórico y estético
que ha incorporado a su tauromaquia. Morante en su eufonía. Y en su rechazo a
las convenciones. Sin gomina ni abdominales de atleta. "Abandonao",
podríamos decirle.
Y se abandona Morante, es verdad, pero se abandona
cuando torea. Cuando se hace incorpóreo y cuando vemos en sus muñecas el temple
de una estirpe a la que representa como si fuera el último torero. O el
primero.
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