JUAN MENCHERO
Fotos: José Ayma
Fotos: José Ayma
Si uno mira lo publicado en The New York Times
alrededor de 1920, durante la época del Spanish Revival, encuentra cosas
sorprendentes. Por ejemplo, que en Estados Unidos, al mismo tiempo que se aprobaban
leyes y se sucedían las protestas contra la inmoralidad del maltrato animal, se
celebraban corridas, rodeos y charlotadas en lugares como Newport, Rhode Island
o Coney Island. Aún hay rodeos en el sur, supongo que por el mismo motivo que
antes se hacían en todo el país combates de osos: por el espectáculo. En muchas
de estas noticias sobre los toros en España figuran Joselito «el Gallo»,
Belmonte o Sánchez Mejías; en otras, se reseñan iniciativas para limitar el
acceso de los menores a las plazas y a los rings de boxeo, la obligatoriedad
del peto en los caballos o la actividad de las primeras organizaciones
antitaurinas, pero lo que queda claro, leyéndolas, es que las corridas eran
para el público una competición, un evento deportivo. Se lo cuento a Talavante
(Badajoz, 1987) mientras bebe agua y cena pizza en un restaurante italiano de
Greenwich Village, ni pijo ni todo lo contrario, donde los turistas van a
sentirse neoyorquinos y los neoyorquinos los ignoran rutinariamente, haciendo
el doble de ruido. Alejandro tiene fama de samurái, así que decido entrarle por
el show.
- ¿Qué hace
un torero en Nueva York?
Un torero en Nueva York puede hacer cualquier cosa
menos torear, pero puede dejarse torear por la ciudad, o torearla. Recordando
el «im-presionante» de Jesulín, yo defino esta ciudad como «in-calificable». Me
invita a trabajar, a sacar la lima. Ofrece un paisaje que provoca
constantemente cambios en tu sensibilidad. Con sus contradicciones, Nueva York
puede ser toreable. Y por sus contradicciones, también.
- Mucha
gente viene a esta ciudad buscando estímulos para crear. ¿Te has traído los
trastos?
Estoy de vacaciones, pero esta vez los llevo, sí.
Aunque tenía tantas ganas de agarrar una muleta que ni los he tocado. A un
torero no le hace falta tener muleta ni capote para torear.
- ¿Te
gustaría entrenar, a solas, al atardecer, en la azotea de alguno de estos
edificios altos, como el Empire State, mirando Manhattan?
Sería un buen comienzo. Me perdería en los
muletazos y el escenario tendería a desaparecer. Cuando viajo, hago ejercicios
inconscientes de ficción taurina. Lo mismo imagino que tengo delante un toro
que me da especialmente miedo cómo transmuto en Belmonte, o en un torero que
aún no existe. Son situaciones muy reales que suceden en un espacio que no es
físico, pero como si lo fuera.
- Los
toros, que son la primera industria cultural moderna, pasan de ser un deporte
aristocrático, en el que los nobles van a caballo y los plebeyos a pie, a
convertirse en territorio de disputa: el honor, el valor y la fama, como
destino individual, como una forma de reconocimiento. Los toreros sois héroes
modernos, precisamente porque no todo el mundo entiende lo que hacéis. ¿Tienes
amigos antitaurinos?
Sí, sí que tengo. Demasiados. Bueno, no es que
sean contrarios, sino que les interesa muy poco.
- ¿Son los
toros un deporte o una fantasía masculina?
No, los toros no son un deporte. Probablemente lo
serían si hubieran triunfado en los Estados Unidos.
- A los
toros no va nadie a ver ganar o perder a su equipo, pero lo de la fantasía
masculina…
Estoy hasta el gorro de tanto hombre. Es verdad
que no hay tantas mujeres toreras, ni apoderadas, pero no veo por qué el
machismo tendría que ser una lucha eterna. Es simplemente un abuso de poder,
del hombre sobre la mujer. Esta mañana he estado en un partido de los Knicks y
estaba el pabellón lleno. ¿Habría tanta gente si fuera un partido de mujeres?
No es solo una cuestión de que a las mujeres se les reconozcan derechos, porque
eso no tiene discusión. Debería haber más admiración hacia el género femenino,
en una medida suficiente, pero no para que ese problema de la consideración
siga pasando igual. Está ese tópico de «si es una mujer, cómo se va a poner
delante de un toro». Pero si la mujer tiene lo que hace falta para torear,
valor, y muchas lo tienen, por qué no lo van a hacer. Yo el otro día vi una
niña, en Olivenza, moviendo el capote. Me quedé alucinado. Pensé: un día será
alguien. Pues ojalá, si es lo que quiere.
- He leído
que entiendes que haya polémica con los toros, e incluso que haya oposición.
Sobre esta cuestión tengo ideas propias, que
lógicamente no coinciden con las de los antitaurinos. Pero hay momentos en que,
si pudiera, me cambiaría por cualquiera de ellos. Comprendo que, si yo me
hubiera criado en sus casas, tal vez pensaría igual. En algunas cosas, incluso
podríamos estar de acuerdo. Ya. Es extraño que yo me dedique a lo que me dedico
y que haya cosas con las que no comulgue en absoluto.
- ¿Como qué?
Por lo menos hay una cosa en la que coincido con
una parte de la crítica: no se debe hacer de los toros una cuestión política, o
de identidad nacional. Tampoco me gusta el folclorismo barato. Ahí hemos estado
torpes quienes nos dedicamos a los toros. Y, como pasa en ocasiones, el miedo
hace que acabes tomando del brazo a quien menos te conviene. En vez de seguir
andando por el cable aunque el siguiente paso te lleve al vacío.
- También
has dicho en una ocasión que comprendías que mucha gente no pensara en si hay o
no que prohibir los toros, sino en llegar a fin de mes o en la factura de la
luz.
Ponerte en la tesitura de no poder votar al
partido político que más te convence porque en su programa aparezca que quieren
abolir los toros… No sé si hay mucha gente que lo viva así, pero es de las
cosas que no me gustaría que pasaran. Yo no sé nada de la vida, soy un
ignorante porque apenas voy andándola, pero he aprendido que es una
contradicción. Por encima de otras formas artísticas, a lo que más se parece la
tauromaquia es a la vida cotidiana. Luego, además, para mí está relacionada con
unos valores, como ser un caballero, que no sé si nos acompañan siempre en la
sociedad en que vivimos, pero que no querría imponerle a nadie para que viera
el mundo como yo lo veo. El rito trae consigo ciertos valores, comportamientos.
Muy antiguos, pero que a mí me parecen muy modernos. Quizá por eso se haga más
especial la búsqueda, por no perderlos.
- ¿No crees
que a veces se utiliza la palabra cultura para decir que algo es mejor de lo
que es, para darle lustre?
Sí, se utiliza la palabra cultura para que algo
tenga más credibilidad, ¿no? Yo creo que en el caso de los toros no debería
haber discusión, pero en un mundo donde se abusa de esa palabra…
- Es más
complicado.
Estoy de acuerdo en que decir de algo que es
cultura no es decir que sea bueno ni malo. Los toros te pueden parecer una
salvajada, pero a la vez un acto cultural, y respetarlos por eso. No creo que
las dos cosas tengan que ir de la mano. Para mí los toros son cultura, pero esa
palabra no se puede utilizar para darle credibilidad al toreo.
- ¿Los
mayores enemigos de los toros están dentro o fuera?
¿A qué te refieres? ¿Al organigrama del negocio?
- Tú dirás.
No lo sé… Fíjate, el toreo para mí no tiene
enemigos. Hay vanidades y necesidad de poder, como en todas las profesiones. Y
luego, dentro o fuera, hay siempre gente que suma más que otra, pero no hay
enemigos. Cuando torea José Tomás, ¿se ven peligrar las corridas de toros? No.
Pues entonces habrá que torear como José Tomás.
- Pongamos
que las corridas son una expresión cultural; un arte, para mucha gente. ¿No
crees que hay otro tipo de festejos —como los embolaos, o el toro de la vega—
que cada vez se hacen más incómodos al ojo? Muchas personas muy concentradas en
hacer cosas muy bestias…
El toreo, como tú dices, ha seguido una evolución,
que ha llegado a este punto estético, incluso poético, en que la lidia se ha
convertido en una metáfora de la vida y en metafísica. Pero a eso se ha llegado
porque se empezó jugando con el toro. Yo me quedo con la evolución. Me gusta el
resultado de esa evolución de la que forman parte esos juegos y entiendo que
existan igual que existieron en un principio, aunque no haya ido nunca ni
participado. No me gusta desperdiciar un solo embiste del animal.
- Entonces,
esos juegos, ¿son una expresión artística?
No, artística no: son una expresión del pueblo,
cultural.
- ¿Estaría
justificado decir que, si esos festejos son una expresión popular, pero no es
artística, y ya existen leyes que prohíben el maltrato animal, que se prohíba y
listos?
A ver, para mí es muy cómodo decir que lo mío se
justifica porque es arte, pero ¿quién soy yo para juzgar la expresión de ese
pueblo, de esa localidad, si está tan arraigada en el tiempo? No he nacido
allí, no vivo allí ni he tenido las inquietudes de esa gente.
De nuevo: no me gusta desperdiciar ninguna
embestida del animal. Pero si se trata de hablar del espectáculo, del festejo
en sí, o de asuntos como los menores en las plazas, creo que la sensibilidad la
hieren cosas que tienen ahora mismo muchos niños a su alcance, como una tablet.
Lo que hace falta es educar la sensibilidad, y no tanto pensar en que puede
herirse cuando no está formada todavía.
- Intuitivamente,
¿cuánto dirías que sufre un toro de lidia?
Tanto el toro como otros animales, supongo, sufren
antes de morir de formas muy diversas. Desde el destete de una cría hasta un
caballo frente a una yegua con una valla de por medio. Normalmente, ni los
animales ni los humanos mueren plácidamente, suele haber una agonía. Sí que
parece claro que todos los animales huyen del sufrimiento, por eso es muy
curioso que los toros, ante lo que se supone que es sufrimiento, en vez de
huir, combatan.
- ¿Te
parece comparable a un cerdo de granja o a un mono en un laboratorio?
Son cosas muy distintas. Todos somos monos de
laboratorio. Seguro que sufren, pero se espera que los experimentos con monos
mejoren la vida de los seres humanos. El toro goza de una libertad mayor que la
que pueda tener un animal de granja, aunque de él se espera que muestre su
singularidad igual que del cerdo se espera que dé buenos embutidos, o de una
gallina que ponga muchos huevos. O de una mascota que se comporte casi como un humano,
exigiéndole que aprenda a hacer compañía.
¿Qué opinas
de las mascotas?
La domesticación mutila el instinto de esos
animales que llamamos mascotas, y esto no ha sido por necesidad. Es una
imposición, un capricho. No es lo mismo tener una mascota, por cierto, que
tener un perro que avisa de quién entra o sale de una casa. Si no entendemos
esto, la naturaleza terminará por mordernos.
Ni al toro ni a ningún otro animal se les da a
elegir; el ser humano sí elige. Y hay personas que eligen por otras, como se ve
en las guerras, o con los refugiados que huyen de ellas.
La gente debería volcarse antes con los conflictos
en los que hay individuos que no dirigen sus vidas que con las situaciones en
las que los animales no hacen lo propio con las suyas. El hombre debería
volcarse en reconstruir una moral más auténtica, que todos podamos elegir por
nosotros mismos y, sobre todo, luchar por la libertad de cada uno. Eso es hoy
por hoy una utopía. El primer paso para interactuar con la naturaleza con
cierto orden es buscar esa libertad para que cada uno se afane en lo que
quiera.
En Barcelona, la prohibición de los toros se
inserta en un paquete muy amplio de medidas contra el uso de animales en
espectáculos. El Tribunal Constitucional anuló la prohibición del Parlament
alegando cuestiones competenciales y de pluralismo cultural.
Todo esto está a la orden del día. Habría que
preguntarse por qué. Es una cuestión de corrección política y moral. Querer
europeizarse, o bueno, no sabría decirte, porque no sé qué podría ser
europeizarse. Pero sí veo que España se ha sacudido una pasión por los toros
que antes tenía. Le pica… y se rasca.
- Parece
que ahora hay más argumentos que únicamente los del maltrato animal.
Creo que el toreo no ha sabido tratar a esa gente,
que los ha perdido.
- Es de
esperar que, si hay mucha gente opuesta a los toros, o a otros festejos, por
los motivos que sean, esta le pida a sus representantes políticos que actúen en
conciencia, o asuman las consecuencias.
Aquí te doy la respuesta a lo del enemigo. Si hay
alguno es el que ha hecho que perdamos a ese tipo de gente; el que ha perdido a
la izquierda, o a los intelectuales de la izquierda, que hasta hace poco nos
daban abrazos con más ternura que los del otro bando político. Y no es que sepa
de qué bando político es la gente que está a favor o en contra…
- ¿Es la
cuestión taurina el frente difuso de una guerra cultural que se va a librar en
el nivel local, con un mismo partido sosteniendo posturas diferentes?
No me interesa la política, pero me doy cuenta de
que el toreo ha cometido el error de perder a esa gente. Y tienen que estar
todos; el toreo no es elitista, debe ser algo a lo que puedan acercarse todos.
Tienen que sentirse cómodos los que piensan blanco y los que piensan negro.
- ¿Qué
significaría sentirse incómodo?
Igual que yo me siento cuestionado, porque el
toreo lo está, imagino que hay más gente que se siente cuestionada si los ven
en una plaza de toros. Los prejuicios son muy malos.
- Ahí está
el problema: opine uno lo que opine sobre su carácter artístico, los toros son
un espectáculo, así que las adhesiones o la oposición son algo difícilmente
privatizable.
El paisaje que yo veo es parecido al que antes te
decía, cuando comparaba la vida cotidiana con los toros. Cuanto más encrespada
la plaza, más cerca está la posibilidad de que acontezca algo de valor
artístico. Yo soy optimista. Espero que de estos debates los toros salgan
fortalecidos, pero no porque haya una solución. Estas son las contradicciones
con las que uno está peleando constantemente y de las que trato de olvidarme
cuando toreo. Al final, con toros o sin ellos, no seremos nunca más libres,
porque los dilemas no van a desaparecer. Los toros son un espectáculo inmoral y
educador de la inteligencia, como dice Bergamín en El arte de
birlibirloque.
- El guante
negro que llevas en la mano derecha, ¿lo llevas siempre?
Pues lo llevo por circunstancias que me vienen
dadas, pero ahora es casi una seña de identidad. Empecé a usarlo por una
desgracia que me pasó en un ruedo. Y ahora es algo singular, atractivo, pero
sobre todo protege mi lesión y la mano con la que más destreza tengo.
El auge de las corridas de toros coincide con el
surgimiento de los cafés cantantes, la danza moderna o el cine. Se produce con
la separación definitiva del mundo preindustrial, a cuyo encuentro, por medios
extraordinarios —que es como se traduce al inglés «el arte de birlibirloque»—,
acude la gente a la plaza, mujeres y hombres, pero sobre todo los hombres, a
encumbrar y a deponer a sus héroes.
- ¿Hay en
el espectáculo algo de nostalgia por ese mundo? ¿O sin la ciudad no hay toreo?
En mi experiencia, el marco de una corrida de
toros en medio de una metrópolis hace que lo que sucede en la plaza adquiera un
carácter que no tiene en mitad de la naturaleza. Quizá sea ahí, en la ciudad,
donde esté ahora ese laberinto y los toros sean lo que queda de esa resolución
que dices. Yo puedo torear en el campo, pero necesito Sevilla, Madrid. Si se
prohibieran los toros, tendría que irme como los bandoleros a la sierra, a
torear sin que nadie me viese. Pero cuanto más ruidosa y más grande la ciudad,
más cómodo me siento toreando. Esta mañana hablaba con mis dos hermanos y un
par de amigos con los que he venido a Nueva York de lo alucinante que sería ver
correr toros por la Quinta Avenida.
Pues si hubiéramos convivido con los indios
Lenape, a lo mejor los habríamos visto correr por donde hoy está el edificio
Flatiron, en el cruce con Broadway. El nombre original de ese camino es
Wickquasgeck, que significa «la región donde hay corteza de abedul». Hoy no se
ve ni uno.
Es un sitio espectacular.
- A cien
metros de donde estamos tú y yo ahora había un vivero de pollos hace menos de
cincuenta años. En Nueva York aún quedan algunos, muy pocos. El caso es que se
cree que el gallo que aparece en la canción de Bob Dylan, «Don’t Think Twice,
It’s All Right», se refiere a esos pollos urbanos, que él veía aquí, en el West
Village, y no a los de las granjas de su Minnesota natal. Vivir en una ciudad
amplifica lo que tienes lejos. ¿Lo has notado?
Normalmente, en las grandes capitales no aguanto
más de cinco o seis días. Lo veo todo descomunal. Pisar una ciudad más grande
que la mía tiene el atractivo de saber que Badajoz me abraza de otra manera. Le
pasará a mucha gente… al ir montado en bicicleta, cruzando el puente, me sentía
como si fuera de aquí. Fue genial. Central Park también me pareció un sitio
tranquilo, donde había un equilibrio raro y la gente iba con otra actitud
diferente de la que ves cuando sales del parque. Me gustó ver el agua, los
lagos. Y eso que no soy nada acuático; no me gusta bañarme, ni me gusta el mar.
Pero me quedé un rato allí, mirándolo todo con calma. Me encanta México, que es
adonde voy ahora a torear, y me siento casi mexicano, con perdón de los
mexicanos, porque paso allí dos o tres meses al año. Pero la sensación que
tengo al regresar es muy gratificante, justamente ese movimiento de ir y
volver.
- ¿Es mucho
trabajo llevar una ganadería?
La mía es una cosa muy pequeña. La tengo desde
hace seis años. E imagínate, a los veintipocos años yo era un crío. De repente
me vi comprando vacas y ejerciendo de ganadero. Con decisiones así he sido
bastante atrevido, porque no tenía ni idea, aunque de pequeño me pasara todo el
día en clase pintando ganaderías, pensando dónde iba a poner los cercados, la
plaza de toros. Una vez hice un dibujo con quinientas vacas, cada una distinta.
Ahora veo que en esa inocencia había un amor por el animal bastante grande. Me
encanta el campo, aunque necesito muchos consejos para que mis animales estén
en perfecto estado. No soy un entendido.
- Hombre,
algo tendrás que saber.
Claro. Igual tú te metes en una piara de
quinientas vacas y solo ves eso, vacas. Yo ahora veo a cada una y a cada una le
doy su sentido. Pero no soy la imagen que uno tiene de un ganadero, que es
normalmente la de un señor con una vida asentada y bastante kilometraje hecho.
Yo tengo vacas porque me aporta mucho conocimiento de lo que hago.
- He visto
una foto tuya con Woody Allen. Sale con cara de susto, con el capote en la
mano.
Nunca pensé que fuera a conocerle. Fui a verle
tocar con dos de mis hermanos y unos amigos al Hotel Carlyle. Se sorprendió de
que viniera a Manhattan, a verle tocar el clarinete, un torero. Cuando le di el
capote, me dijo: «¿Y la muleta?». Y le respondí: «Te la traeré el año que
viene». No sé si le gustan los toros, pero me trató con cariño, fue muy
afectuoso. Y sentí que ha pensado más de una vez en su vida en esta profesión.
- Hay un
chascarrillo de Allen sobre la idea de estar conectado con la naturaleza. Dice,
en inglés, «I am at two with Nature», que es como decir que eres dos con la
naturaleza. Lo normal sería decir que eres uno, porque quieres fundirte con
ella, como los poetas románticos.
Yo aspiro a esa fusión total con la naturaleza,
aunque es una lucha permanente. Al revés de lo que me pasa en mi vida
cotidiana, cuando toreo, la cabeza no me pertenece. Delante del toro, me llega
a ser una cosa incluso ajena. Para mí es algo así como tomar conciencia del
tiempo, cuando se consigue que todo funcione.
- Hablemos
de Bergamín. ¿Es tu autor favorito?
A Bergamín lo llevo en la mochila. Pero soy
bastante ignorante. Es uno de mis límites y además lo sufro bastante. Creo que,
en ciertos aspectos, la necesidad de conocer fortalece el talento que yo pueda
tener, pero me gustaría tener más tiempo para leer. Mi padre leía muchísimo; en
cambio, yo he sido siempre muy mal lector. Me puse a leer En busca del tiempo
perdido; aguanté los tres primeros volúmenes. Así que no me gustaría ser el
referente cultural de mi profesión. Pero si hay algo que reconozco es mi
intuición, que ha sido siempre bastante aguda.
Bergamín piensa que el toreo, que es «un arte
mágica del vuelo», busca la profundidad de los gestos en la superficie. Es
decir, los toros son otra manera de hablar, como quien dice, anterior a la
escritura.
Tengo aquí una de mis citas favoritas [lee de El
arte de birlibirloque, de José Bergamín]:
El torero no se disfraza de torero: la
inteligencia no se puede caracterizar. El traje de luces del torero es emblema
de pura inteligencia: porque es cosa de viva inteligencia torear. El torero
vestido de luces, como el clown en el circo y el sacerdote revestido para
oficiar, es la inteligente expresión visible de la gracia. (Claro es que son
tres gracias distintas: a cada cual, la suya).
- A veces
te quedas pasmao delante de un toro. Parece dificilísimo estar ahí. ¿Qué se
cuenta uno para no moverse?
Tengo una pelea entre… Mira, mi condición es de
pasmo. Yo me quedo pasmao, como le podía pasar a Juan Belmonte. Pero creo que
mi arte está evolucionando gracias entre otras cosas al movimiento, a la
fluidez, que ahora valoro mucho más que antes. Hay más dificultad en el
movimiento que en quedarte totalmente quieto. Cualquiera es capaz de
convencerse a sí mismo de quedarse quieto si viene el tren; lo difícil es salir
airoso con gracia y con gusto. Si te quedas parado no hay ritmo, no hay chispa
ni es atractivo visualmente.
Me gusta el movimiento de Joselito «el Gallo», y
de Belmonte, el pasmo. Es una balanza complicada. De mi estilo se valora mucho
la quietud, pero si a la quietud le aporto ese punto de gracia, de
anticipación, de conocimiento del tiempo, creo que incluso ese pasmo puede
emocionar mucho más, por lo menos a mí. Me emociona mucho más. Cuando estoy en
el sofá de mi casa, y me imagino haciendo una suerte, la hago teniendo en
cuenta esos dos puntos, y me gusta más que cuando tenía menos conocimiento y
todo lo quería hacer muy sobrio y muy parado.
- Lo que
los toreros hacéis con el tiempo y el espacio es lo que más subyuga al
espectador, pero sospecho que al verlo en una pantalla, en fin, lo que vemos
está mediado por una realización impecable. Hay un arte del montaje
audiovisual. ¿Es comparable lo que uno ve a lo que sucede en la plaza?
El toreo es tiempo y espacio. Y geometría y
altura. Y ritmo, porque el movimiento es indisociable del ritmo. Por eso los
toros son un tipo de espectáculo que no necesita la televisión. Para empezar,
cuando estás en la plaza, la relación con el público es algo mística, como
sagrada: la gente cobra importancia. Yo toreo para mí, pero necesito al
público. Me gustaría que mi espectáculo no abarcara más de lo que puede, aunque
sea yo el primero que ve los toros en la televisión porque es muy cómodo
trabajar así, analizando los detalles de lo que hago desde el sofá. La
realización es brillante; no lo digo porque se pueda hacer mejor. En la plaza,
ocurren cosas.
Por ejemplo, yo no soy capaz de ver nítidamente a
la gente porque tengo miopía y astigmatismo, de los que no pretendo curarme.
Cuando toreo, al público lo veo como a través de un cristal medio opaco. Veo
una masa, me parece que no es real, pero tenerlo ahí, su presencia, te provoca
cosas.
- Debe ser
difícil, entonces, lidiar en una tarde no uno o dos, sino seis toros, como
hiciste en San Isidro en 2013.
¡Uf! Fue uno de mis mayores fracasos. No es que me
arrepienta de nada, pero esos siete días, hasta la siguiente corrida, pasaron
muy lentos. Yo estaba hundido, hundido. Salí de allí con seis cadenas alrededor
del cuello. Sin embargo, cuando tuve que torear de nuevo, llegué con el punto
justo de emoción para que pocas cosas me importaran más. Sabina, que fue a las
dos corridas, me decía: es acojonante que hayas pasado del infierno al cielo
sin estación de por medio. Ese tipo de contraste te hace sentir muy vivo. Te
sientes lo contrario de un autómata.
- Eres
amigo de músicos, artistas, futbolistas, filósofos… En general, ¿cómo crees que
interpretan tu profesión? ¿Hay alguno que piense que estás loco?
Imagino que sí, como lo pienso yo de ellos.
Algunos, incluso, por la forma de mirarme, creo que piensan que mi profesión es
un vicio perverso. Afortunadamente, sé que en un momento dado se ponen en mi
lugar y puedo removerles un poco las tripas.
- Esta
temporada pasada te ha consagrado como el mejor torero, por unanimidad de la
crítica y de los medios. ¿Se envidia algo de otras figuras cuando se es el
mejor?
Envidio no poder ser todos los demás toreros,
todos a un mismo tiempo. No pienso que sea el mejor. En mi vida, me doy cuenta
de que en muchas facetas soy un perfecto inútil.
- A los
doce años te apuntaste a la escuela de tauromaquia. En siete años te graduaste
de torero. Ya hace diez que tomaste la alternativa. Ahora tienes veintinueve.
Esta profesión te hace un hombre antes de tiempo,
y eso acarrea consecuencias. Hay partes en las que luego te notas inmaduro, y
otras en las que te sientes más seguro. Yo de niño era un chico muy familiar.
Luego salía con mis amigos, que hablaban de cosas distintas a las que yo
escuchaba cuando estaba entre adultos, y me sentía fuera de lugar. Tenía un pie
con ellos y otro en el mundo de gente mayor que yo.
- ¿No
pensabas en divertirte?
Sí, claro que me divertía. Mi adolescencia fue
normal. Vivíamos en un piso, pero a medida que mi madre fue teniendo críos se
hizo necesario que nos mudáramos. Y nos fuimos a vivir a un adosado a las
afueras de Badajoz cuando yo tenía nueve años. He pateado bastante la calle.
Tenía un punto granuja que de vez en cuando tocaba, porque antes de tomar la
decisión esta brutal de meterme a los toros enredé muchísimo con las bicicletas
BMX, haciendo muchos amigos. Tengo mucha facilidad para hacer amigos, o al
menos la tuve.
Luego mi gran pasión fue mejorar todos los días. A
veces sentía que retrocedía, y otras que avanzaba de forma exagerada. Pero ese
movimiento me tenía totalmente seducido. No era capaz de pensar en nada que no
fuera eso. A partir de los doce o trece pensaba en tías. Y no veía el momento
de poder contarle a una chica lo que hacía y que me entendiese.
- Sería
como decirle que querías ser astronauta.
En aquel tiempo, ya fuera por el tamaño de las
reses que toreaba, o por lo lejos que lo veía todo, no tenía la sensación ni de
que me estuviera jugando la vida ni de que algún día me la fuera a jugar.
Miraba a la parte alta del escalafón, hacia los puestos que ocupaban matadores
con los que ahora comparto cartel, y no lo veía… y solo me daba esperanzas el
tiempo que faltaba hasta que eso sucediera. Me decía, «bueno, cuando llegue
estaré preparado; de momento, disfruto de que no vaya a ser mañana».
- ¿Se te
ocurría pensar en que no fuese a llegar, o en que fuera para mejor que no
llegara jamás?
No. La verdad es que no. Cuando me fui con Antonio
Corbacho, aquellos tres años solo en una aldea de la sierra de Aracena, tomé
conciencia enseguida de que faltaba menos. Fue un corte radical con mi
infancia. Ojalá tuviera ahora esa madurez. En ese momento fue un paso duro. Y decisivo,
porque, aunque no supiera entonces si iba a tener la suerte de llegar, lo que
sí sabía era que, si las cosas funcionaban, todo ese trabajo iba a ser
fundamental. Tenía una fe ciega en Antonio y muchas ganas de irme con él, pero
me lo tuve que ganar.
- ¿Cómo
fue? ¿Qué tuviste que hacer?
Primero me probó a ver si estaba dispuesto a
hacerlo de verdad. Me decía, «¡Deja de engañar a tu padre!». «¿Engañar a mi
padre por qué, Antonio?». «¡Que dejes de engañar a tu padre, tú no quieres ser
torero ni ná!». Yo lloraba. Al final me fui solo con Antonio. En Badajoz se
quedaron todos mis amigos, mi familia, mis hermanos. Estaba con una chica de la
que estaba… en fin, por la que sentía cosas. Yo llevaba un pendiente en la
oreja que ella me había regalado. Me lo ponía a escondidas de Antonio, que me
dijo de todo cuando me vio [risas]. El caso es que, cuando ya sabía que me
marchaba, cogí el pendiente, lo metí en la misma caja en la que me lo había
regalado y le dije: te lo devuelvo, voy a entrar a un sitio donde no cabemos
los dos. Fue en la Puerta Grande de la Plaza de las Ventas. Aguanté ese
momento, pero al volver con Antonio me harté de llorar. Y él me abrazaba con
fuerza, e imagino que con bastante ternura.
- Te ponía
a meditar debajo de un árbol y a partir ladrillos.
Corbacho era un hombre muy culto, muy culto, a
quien yo veía, además, como una persona muy culta. Me dejaba libros en la
habitación, aunque jamás me preguntaba si los había leído.
- ¿No te
los leías?
No, qué va. Yo era un flojo, no leía ná. Pensaba en
tías. Durante el primer año soñaba todos los días, cuando salía a correr por la
sierra, que en alguno de los caminos me encontraba con mi musa, con una mujer.
Pero no aparecía… nunca. Amanecía con eso, y me mantenía así todo el día hasta
que me metía en la cama. También hacía yoga, por el tono corporal que Antonio
creía que yo necesitaba para torear. Por ejemplo, si el muletazo empezaba aquí,
él quería que yo me girara y acabara el muletazo en el mismo sitio donde lo
empezaba. Al principio era imposible porque llegué como una tabla. Y pasé unos
dolores y unos sudores tremendos. Hacía entrenamiento por la mañana y por la
tarde. Había que tener la muleta tres horas al día en la mano como mínimo, para
que los vuelos fueran una prolongación de los dedos, o para llevar los flecos
al sitio exacto donde tu intención te marca si te taparan los ojos con una
venda.
Ahora me acuerdo todos los días de él. Incluso si
no me hace falta practicar estas series, porque tengo completa flexibilidad, no
puedo dejar de hacerlas antes de irme a la cama. Me da miedo despegarme porque
creo que eso soy yo. Que eso es lo que me hace ser lo que soy. Lo hago para
recordarme que soy lo mismo que cuando llegué allí, que no está todo hecho.
- ¿Alguna
vez has entrenado igual que durante esos años?
Ahora estoy trabajando tan duro como aquellos
años, aunque no tengo horario en el entrenamiento. Alguna vez quedo con
compañeros y alguno me pregunta, porque me conoce, a qué hora me levanto. Y yo
digo: «A las once, que para eso soy torero, ¿no?» [Risas].
Me acuesto tarde, a las tres o a las cuatro. Ellos
llevan horarios más ordenados. Yo no soy nada ordenado en el entrenamiento,
pero antes de acostarme, cuando ya está la casa tranquila, me pongo a ello.
- ¿Piensas
alguna vez en qué habrías hecho durante esos años si hubieras seguido
estudiando?
Siento a veces bastante frustración, porque no
habría querido dejar de estudiar, pero no fui capaz de compatibilizarlo con
todo lo que se me venía encima. Ni estudiar, ni leer, ni fijarme en lo que
pasaba en el mundo.
- ¿Qué
opinión tienes de Donald Trump?
Por decirte algo, si yo fuera miembro de la
Asociación Nacional del Rifle, seguro que me encantaría que fuese el marido de
mi hija. Por Donald, por el pato, siento en cambio cierta lástima. He sufrido
mucho por esos nódulos que afectan tanto a su voz y a los que Walt Disney no ha
puesto nunca solución.
- ¿Quieres
que te pregunte por el tío Gilito?
No sé nada del tipo ese. Por algo será.
- ¿Viene
bien desconectar del mundo del toro, o no puedes?
Mi único mundo era un sitio del que me hablaba
Antonio: delante del toro. Mi hermano Jesús, que es físico, me habla del
espacio-tiempo, y no está tan lejos de lo que yo le escuchaba a él. También me
habría gustado en algunas ocasiones torear menos de lo que he toreado. Bueno…
ahora lo veo así, hace seis meses lo veía de otro modo. Pero uno debe tener la
necesidad de torear. Al menos en mi caso, que me conozco un poquito, tengo que
tener lo que se dicen ganas de torear.
- Deduzco
que no siempre has tenido ganas.
Ha habido momentos en los que no tenía ganas de
torear. Esto nada más que lo sabían Antonio y mi familia: una vez tuve una
corrida en Toledo, al año siguiente de mi alternativa, que terminé… Había
toreado antes en Sevilla, donde le pegué un muletazo a un toro de Núñez del
Cuvillo, que yo sentí que ese había sido el momento más grande que había tenido
delante de un toro, o el más emocionante para mí. Intenté repetirlo en las
corridas sucesivas y no di pie con bola. Y le dije a Antonio, en la habitación
del hotel, que me quería quitar. Me cogió de los hombros, me miró a los ojos y
me dijo, «Yo no te he educado para esto». Pensé que iba a ser capaz de darle la
vuelta, pero me costó bastante tiempo.
- ¿Cómo
lidia uno con eso, cuando luego tienes que ir de nuevo a la plaza?
Siempre he tenido facilidad para torear, así que
me tapé como pude. Tendría que haber descansado, aunque llevara solo un año de
alternativa, salir de nuevo al año siguiente. Y en vez de eso, me puse en modo
autómata. Terminaba cada corrida y me sentía una auténtica mierda. Me hartaba
de comer con una ansiedad tremenda una cantidad de dulces que no era normal.
Luego venía otro día, me levantaba y decía: «Hoy va a ser el día que la moneda
cambia». Y otra vez a empezar. Además, en esos momentos, tuve algunas movidas
personales; tenía que gestionar la relación con mis padres, con mi entorno. No
fue fácil ni para mí ni para la gente que me rodea.
Si no hubiera estado expuesto al público, ni a la
dureza de las temporadas en que toreaba setenta u ochenta festejos, me habría
costado mucho menos. Al final, esto duró desde 2008 hasta el 2011, que toreé un
toro en Madrid de El Ventorrillo que se llamaba Cervato. Yo sabía, claro, que
las cosas iban a cambiar, pero las cosas no cambian de un día para otro.
- Me hace
gracia que el toro con que tomaste la alternativa, en Cehegín, Murcia, en 2006,
se llamaba Pesadilla.
[Ríe] Me acuerdo mucho del toro con el que tomé la
alternativa. Sí, es gracioso que se llamara así.
- ¿No lo
elegiste tú?
No, no. El toro me tocó. Además, el nombre no
tiene importancia. Si se llamaba Pesadilla, la madre se llamaba Pesadilla. Los
toros llevan el nombre en masculino de la vaca, que no se podía poner en este
caso. No me fijo mucho en el nombre, sino en otras cosas que me sería difícil
describir con palabras.
- La de los
toreros es una relación bastante extraña con el miedo.
Entre las cosas que hago cuando estoy delante del
toro, para que llegue ese momento en que todo funciona, está confrontar mis
miedos. Los voy conociendo porque no trato de huir de ellos, los tengo muy
presentes. Me libera mucho confrontarlos. Además, creo que esa libertad no es
algo que se gane un día y dure eternamente. Es algo que se demuestra. Es la
libertad entendida como una forma de no depender de aquellas cosas que te
sujetan a este mundo; no depender ni de pasado ni de futuro, vivir en el
presente.
No cuesta trabajo imaginar cuál es el miedo
principal.
Los miedos van mutando. Pero sí, el principal es
no saber morir con dignidad.
- Y sin
embargo, tú trabajas como un tipo que vive como si ese temor no fuera para
tanto.
No quiero que suene banal. Si lo pienso, me
angustio como cualquiera. Uno normalmente bascula entre ser valiente o ser
cobarde, pero en la plaza no hay opción. En el toreo hay una representación de
la burla del destino. Y en la plaza, esa representación es capaz de
confrontarnos a todos con esos miedos que nos hacen humanos. Yo hago fuerza por
intentar ser valiente, pero como te decía. ¿Qué es morir con dignidad? Nadie
quiere palmarla. Uno lo que quiere es beberse el vaso que le han puesto
delante.
- Debe de
ser complicado elegir hacerse el valiente, como profesión. Que te paguen por
parecer inmortal, pero jugándote la vida de verdad.
Claro. Al mismo tiempo, lo que a mí me parece una
derrota es aprovecharme de que tengo tablas. Cuando eso va por delante de lo
quieres transmitir, yo al menos lo siento como una humillación. A veces no se
da cuenta nadie, ni mi mujer, ni el público ni nadie, de que he salido al paso
por el conocimiento adquirido.
Esa «verdad», esa indiferencia al miedo, en el
momento de mayor peligro, no me parece fácil de representar para un
público.
Cuando hay verdad, se nota.
- ¿Cómo
decides lo que vas a hacer? ¿Lo traes pensado?
Inciden muchas circunstancias, tanto internas como
externas. Uno prepara una corrida y quiere hacer muchas cosas, pero puede pasar
que, cinco minutos antes, te pongas en otro tono, que acabes haciendo algo
distinto. O que te equivoques porque estés eligiendo forzadamente una secuencia
que no cae natural para lo que tienes delante. Antes, cuando hablaba de
libertad, creo que está relacionado con esto. En el momento en que sales tienes
un papel en blanco. Y lo más difícil para un torero es tener el valor de empezar
a escribirlo. A veces me gustaría no llevarlo, pero hay veces que lo llevo y no
pasa nada. Otras veces, con guion o sin él, intentas hacer algo a lo largo de
varias corridas antes de darte cuenta de que aquello no funciona.
- ¿Qué es
cruzar la línea?
Es cuando tu toreo tiene un sentido y conoces unos
terrenos en los que sabes que, si te metes, acortas la distancia que existe con
el animal, logras una profundidad, una cercanía, que es una fusión muy intensa
pero mucho más peligrosa, que solo se alcanza si se piensa en el animal toda la
vida. En la distancia también hay exposición, pero ahí sabes que no te vas a
fundir con el animal. El peligro cobra otro sentido.
- ¿Y perder
el sitio? ¿Qué es?
Está relacionado con la pregunta anterior; el toro
se anticipa a tus movimientos y esa distancia te aleja del animal, no hay
reunión porque manda el toro.
- ¿Has
perdido el sitio o has cruzado la línea fuera de los ruedos?
Ambas cosas, continuamente. Diez o doce veces al
día. Y además no hay estación intermedia.
- Arrodillarte,
ponerte a cantar, quedarte quieto, muleta en mano, ¿son cosas que visualizas de
antemano o se te ocurren durante la faena?
Lo de cantar, como aquella vez en Mérida, no lo
volvería a repetir. No me he vuelto a ver ni en vídeo. Fue una semana en que
iba de viaje con un primo mío y lo habíamos hablado, medio en broma. Tenía
pensado hacerlo en Nimes, unos días más tarde, y al final lo hice allí.
En la corrida de homenaje a Víctor Barrio, en
Valladolid, tenía pensado hacer la secuencia que hice de rodillas, que empezaba
con una arrucina en el primer muletazo. No me salió completamente como la había
pensado, pero esa tarde la pasé… Al hacer el paseíllo yo iba el último. Cuando
ya habían toreado por delante otros cinco compañeros, quedaba para mí el sexto
toro de la tarde, al que yo había visto en el campo tres meses antes. Buscaba
un toro para poder hacer eso. Y no sé por qué, pero desde que lo vi, tuve la
intuición de que invitaba. Pero hasta que ejecuté… Yo en esos momentos, en la
plaza, me decía, como no salga, va a ser un petardo histórico, me va a mandar
al reloj. O qué pasa si me tropieza, o si no queda ligado, armónico; la gente
va a decir que soy un chalao, que adónde voy.
Ese rato que tuve que esperar en la plaza, mas los
tres meses que habían pasado desde que vi al toro hasta que tuve la corrida, me
crearon tal necesidad que no me lo pensé. También había muchas emociones esa
tarde. Los días anteriores a la corrida el ganadero me quería quitar la idea
del toro ese. Hablaba con mis apoderados, les decía que por favor echara otro,
que ese no le gustaba de nota, que era de una vaca que había dado tres toros
muy complicados. En la vuelta al ruedo el ganadero me decía: eres un genio. Y
yo decía: «Que no, que no». Simplemente, hay cosas que no se pueden explicar.
Puede que haya muchos papeles de por medio entre un animal y un torero, pero
hay algo que va mucho más allá. Me lo imaginé en la plaza y fui capaz de
hacerlo. Todo el mundo se quedó alucinado, pero a mí no me pareció tan
descabellado. Lo vi.
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