martes, 16 de agosto de 2016

SEMANA GRANDE DE SAN SEBASTIÁN –CUARTA CORRIDA: Colosal Manzanares, triunfante Simón

El torero alicantino cuaja una importante faena a un encastado toro de Juan Pedro Domecq que Illumbe solo valoró con una oreja. *** Puerta grande para el joven matador de Barajas con el excepcional y bravo sexto.
López Simón
ZABALA DE LA SERNA
Diario ELMUNDO de Madrid
@zabaladelaserna
Foto: EFE

Vino José María Manzanares a cambiarle el destino aciago a la tarde oscura. Y a someter la bravura de «Varapalo», su casta encendida, su hierro candente. Ninguna broma con el toro de Juan Pedro, que reivindicaba con sus hechuras concentradas y su fondo fogoso todo lo que en sus hermanos se había ausentado. La solidez de Manzanares asentado pulió las embestidas iniciales y un tanto rebrincadas. Que exigían poder. Y poder sacó el torero. Poder para someter, conducir largo, vaciar allí las chispas que pretendían un incendio.

Conforme las cosas se le hicieron en orden, el juampedro respondió. Ni una vez Josemari se dejó tocar la muleta por el punteo que, poco a poco, iría desapareciendo. Para cuando presentó la mano izquierda el carácter del toro parecía ya otro, aún con alma brava y mucho por torear. Los naturales tuvieron el sello de Madrid, la importancia del enemigo y la personalidad de Manzanares. El pasodoble de Dávila Miura inundaba la plaza de torería. En verdad os digo que cuando amanecieron las últimas tandas de derechazos, la bravura se había limpiado de espinas y reducido la velocidad. Brotaba el toreo más hermoso. Un cambio de mano resultó colosal. Como un pase de pecho para la eternidad.

Quedaba la rúbrica de la espada infalible manzanarista. Quiso ejecutar la suerte de recibir y quedó media estocada en todo lo alto. Manzanares se lamentó como si aquello fuese desdoro. «Varapalo» se tambaleaba moribundeando la gloria de la casta. Y rodó sin puntilla. Los tendidos abandonados hasta entonces de ilusiones frenaron su petición en una sola oreja. No conscientes quizá del calado de lo acontecido.

Las dos orejas se las reservaron para López Simón. El sexto traía también otras líneas, otro nombre, diferente gloria y distinta bravura: la categoría de la excelencia y la calidad de la clase se manifestaron en «Obsequioso». Un regalo de Juan Pedro para tapar todo lo anterior menos a «Varapalo». Trapío en los dos como en ninguno antes.

López se desquitó de la bíblica chapa que había pegado con un juampedro colorado de vida ausente y erigió su verticalidad de poste. Una firmeza que transmite calambre a las gentes, una quietud que se impone desde cualquier colocación. No paró «Obsequioso» de responder a todo con un tranco generoso, un ritmo perfecto, una humillación de libro.

Simón descolgado de hombros en los embroques, cuando la emoción surge, cuando adquiere su idea cuerpo antes de que el muletazo breve suelte la embestida y gire sobre los talones para suplir la cintura enyesada. Tal que así por una y otra mano. Por delante y alguna vez por detrás. Hasta que, enloquecida Illumbe, se sacó el toro al mismo platillo, y con esa forma suya de atacar el volapié tan en largo cobró un espadazo en la yema. Consumaba LS su baraka y su esfuerzo. Lastimosamente se olvidaron los aficionados donostiarras de pedir la vuelta al ruedo para «Obsequioso».

Haciendo caso a los gitanos y su axioma de los principios, la corrida había empezado gafada. No ya porque vendido el abono hace un mes y acabado ayer el papel, decían, por los altos de Illumbe faltasen mil personas, sino porque el juampedrito de apertura no sostenía su leve cuerpo. Devuelto en justicia, el sobrero asomó un cuarto de lengua en la quinta verónica de Enrique Ponce en los medios y en la solemne media. Desafortunado sino el de Ponce, a quien se le enceló el toro en el caballo para acabar de dejarse el escaso aliento, le cayó la montera boca arriba y finalmente vio cómo se le partía una mano al animalito. Hubo quien lo interpretó como un intento de suicidio, un mátame pero no sigas.

No se enderezó el sino de la corrida (todavía) ni el de Enrique Ponce con otro Juan Pedro muy despegado del piso y ajeno a la raza. Otro de apoyos inestables y poder menguado. Brindó Ponce a la soprano Ainhoa Arteta, como un guiño a su futuro Crisol melómano. No sonó sin embargo más que un chasquido en el prólogo de faena. Como un crujido de huesos. Tal vez las banderillas. Ni posibilidades de lucimiento ni de ninguna banda sonora en escenario de tan magnífica acústica.

En el limbo de la nada se quedó el desentendido segundo con el viejo hierro de Veragua. Alto de cruz y lavado de cara. Manzanares lo trató con generosa distancia, ofreciéndole la pantalla de su muleta. Y así por la derecha le hacía girar en la rueca, tapándole la desgana y la triste y nula humillación sobre la mano derecha. Cómo lo sentiría el torero, que se decidió a alegrar aquello con unas manoletinas, tan fuera de su repertorio. El cambio de mano por la espalda y el pase de pecho como notable resolución de la manolas antecedieron a una inapelable estocada, marca de la casa. Después ya se ha contado. Manzanares fue coloso, eco de chicuelinas antiguas, herencia de sangre, un bosque en llamas.

JUAN PEDRO DOMECQ | Ponce, Manzanares y López Simón
Toros de Juan Pedro Domecq, sobrero incluido (1º bis), de desigual presentación; destacaron el encastado 5º y el bravo y excepcional 6º sobre un conjunto ayuno de poder y fondo.
Enrique Ponce, de grana y oro. Pinchazo y dos descabellos (silencio). En el cuarto, tres pinchazos y estocada pasada y atravesada y descabello. Aviso (silencio).
José María Manzanares, de azul marino y oro. Estocada (saludos). En el quinto, media estocada en lo alto en la suerte de recibir (oreja).
López Simón, de negro y plata. Bajonazo (silencio). En el sexto, estocada (dos orejas). Salió a hombros.
Plaza de toros de Illumbe. Martes, 16 de agosto de 2016. Última de feria. Casi lleno.

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