domingo, 21 de agosto de 2016

OBISPO Y ORO: Cristina, un triunfo irrepetible

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman 

Cuando salgo para Cuenca, a media mañana, no paro de pensar en lo que pensará Cristina Sánchez a estas horas, cuando los seis toritos negros de Daniel Ruiz barruntan en los corrales el tenebroso acto de echar a suertes el orden de su muerte. Voy para allá lentamente meditando en qué podrá meditar una mujer que se halla encerrada a esas horas en el cuarto de un hotel, con la silla de su atuendo litúrgico, tantas veces enfundado, sobre cuyo respaldo centellea el oro que cubre el color nazareno de la seda del vestido, mientras anda brujuleando por los rincones ese fantasma del miedo, al que según Chaves Nogales su biografiado Belmonte espantaba entreverando latigazos de rebeldía contra el oscuro raciocinio que algo inaprensible susurra el día que se torea.

–¿Y si no me embisten los toros? ¿Y si tengo la desgracia de un percance? ¿Y si he perdido reflejos? ¿Y si me atenazan los nervios y no doy pie con bola? ¿Qué dirán mis hijos, entonces, del desenlace de este embrollo? ¡Pero quién me mandaría a mí meterme en este berenjenal!…

Fibrosa y enjuta, con las glándulas salivales trabajando a mil por hora y con la cabeza repasando el orden del mobiliario de una responsabilidad voluntariamente contraída, recién pasadas las seis y media de la tarde, la torero Cristina Sánchez cruzaba la candente arena de la plaza de toros de una ciudad en fiestas, las fiestas de San Julián que, desde hace siglos, se adornan con corridas de toros. Va envuelta en su capotillo de paseo y en la gran ovación del público, un homenaje espontáneo que rebasa el protocolo habitual cuando minutos después se reproduce, hasta obligar a Cristina a saludar montera en mano desde el tercio del ruedo. Es una declaración de intenciones de los espectadores hacia la gran protagonista del espectáculo, pero también la impulsión de unas barias de presión sobre un organismo previamente súper-presionado.

Cristina Sánchez entró al callejón y no paró de hacer flexiones, movimientos de cintura, estiramientos de músculos. La miro fijamente y veo un cuerpo sin aparentes átomos de grasa, entrenado concienzudamente, por eso pienso que más que poner en orden la cuestión física, Cristina pretendía ordenar la química, la nerviosidad que se esconde tras la masa contráctil. Ya lo decía Rafael el Gallo: el toreo tiene mucha química…

Esa química se fue ordenando y relajando a medida que avanzaba la corrida. Una corrida, digamos, de los años 60, con toros de peso enmarcado por la horquilla de los cuatrocientos y mucho y los quinientos y poco, pero con la bulla que da la casta y el nervio. Ninguno se cayó, al contrario, pelearon y embistieron en distinto grado. El ganadero, Daniel Ruiz, exultante y expansivo, como en él es habitual, proclamaba al final del festejo: de los seis, cinco y medio han sido toros de triunfo grande. Desde luego, y a pesar de del rigor del señor presidente, si las espadas hubieran viajado mejor y más atinadas, los esportones hubieran rebosado de trofeos.

Cristina se fue soltando la química con los primeros lances, en un quite por ajustadas chicuelinas y durante la faena de muleta, en la que alternó la templanza con la lógica avidez por medirse al toro y ligar los pases. Húbolos de despacioso trazo, de clásico concepto, sobre todo los remates de pecho de notable empaque. El público, gozando con el toreo de una mujer que sabe conjugar el riesgo con la belleza de su arte. Estocada arriesgando, con pitonazo del toro en el encuentro, y dos orejas incontestables, pedidas con absoluto fervor. La torero, feliz de la vida. La química en su lugar. Asunto resuelto. Misión cumplida.

Cumplida, a medias, porque lo mejor llegó en el quinto toro, un toro que salió pidiendo guerra, como aquellos coquillas salmantinos, de los que decían los toreros de los años 20 y 30 que eran rosquillas o guindillas, según. Pues éste fue ambas cosas a la vez. Primero peleón en varas, fiero y agresivo, hasta que el capote de Rafael González asedó las temperamentales embestidas y la muleta de Cristina Sánchez le enseñó las bondades de la templanza. Precioso comienzo de faena, de pierna flexionada y trazo lento, lentísimo. Magníficos los pases en redondo con la derecha y excelentes los naturales. Lío gordo. Tan gordo, que en pleno éxtasis, Cristina quiso prolongar la faena cuando ya estaba todo el pescado vendido, y el toro se puso a la defensiva en el trance final. Los dos pinchazos, la media y el descabello esfumaron los trofeos, pero se habían cumplido todas las expectativas y la vuelta al ruedo del la torero fue, sencillamente, apoteósica.

Ahora sí, ahora Cristina ya estaba plenamente relajada, en su salsa, disfrutando de un final feliz, de un propósito cumplido con éxito, de un gesto de filantropía que se culminaba con un venturoso desenlace.

Por si alguien lo ignoraba, Cristina Sánchez actuó en este festejo, después de haber permanecido 17 años inactiva, de forma absolutamente altruista, entregando sus honorarios al Hospital Niño Jesús de Madrid, para ayudar a la causa de la oncohematología infantil. Aunque solo fuera por eso, su gesto de vestirse de luces y poner en juego su vida merece un pláceme rotundo y universal.

Y, sin embargo, hay algo más, la voluntad expresa de una mujer de posibilitar que sus dos hijos –en pleno viaje hacia la adolescencia—la vean en acción, frente a un toro, en una Plaza con palcos y vestida de luces, en corrida formal. Dicen que esta de Cuenca ha sido simplemente la consecuencia de dos buenas causas, cumplidas al unísono.

Haré también somera mención a la actuación de las dos grandes figuras del toreo que actuaron junto a Cristina en la corrida de ayer. Enrique Ponce, sobrado de ganas y de técnica, perdió la puerta grande porque se le atragantó el descabello y pinchó dos faenas de su peculiar y aparentemente fácil magisterio. Y El Juli cuajó una magnífica faena al toro más cornalón, más bravo y más encastado de la corrida de Daniel Ruiz, pero la espada cayó muy atrás y, se impuso al más deslucido de la buena corrida del ganadero de Alcaraz. Ambos cortaron orejas, naturalmente. Solo una Ponce, por lo antedicho y una en cada toro Julián, también por la cuestión referida.

Pero, a qué ocultarlo, la noticia tenía, tuvo y tendrá nombre y apellido de histórica referencia: Cristina Sánchez volvió a los ruedos en Cuenca toreó a placer y triunfó plenamente, en el ruedo, en el corazón de las gentes de bien y en el entorno familiar. Un triunfo así, multiplicado por tres debe ser, sencillamente, irrepetible.

Por eso, desde la entrañable amistad que nos une, por los inolvidables ratos que pasamos juntos transmitiendo festejos taurinos, y por la exultante felicidad que irradiaban tus más directos allegados, especialmente por la de tus hijos que te izaron en hombros, ten la seguridad de que esta tarde de Cuenca ha sido la mejor de tu vida. Quédate con ella, querida Cristi. Quédate colgada de este triunfo para los restos. Colgada y bella, como esta ciudad castellano-manchega: Encantada.

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