miércoles, 17 de agosto de 2016

DESDE EL BARRIO: El toreo y el ruido

PACO AGUADO

Tan admirado como odiado, tal es el sino de los verdaderamente grandes, José Tomás torea siempre en su clamoroso silencio, aunque cada tarde de las pocas en que aparece en el ruedo público le acompaña un vendaval de ruido. Exactamente, el ruido mediático de estos tiempos sin norte, tan estridente que convierte todo lo que arrasa en una demencial ceremonia de confusión y de intereses.

Extraña época del toreo ésta en la que la armonía de la más pura música callada se intenta abucharar con una "hecatombe armónica", desconcertante concierto de grillos mojados que cantan el rento y de una técnica de trileros (esos listos que preguntan "¿dónde quedó la bolita?") y que, como en un mal guión de serie B, proclaman drama, duelos y quebrantos donde sólo existe el riesgo,  asumido e incomparable, de la autenticidad que más incomoda a la comprada corrección política del negocio taurino.

Por eso mismo, dentro de esa ley no escrita, pero borreguilmente acatada entre gran parte de la prensa (?) taurina (?) de nuestros días, en ese obligado y sistemático "to er mundo es güeno" por la subsistencia bajo mínimos, es precisamente el más "güeno" de todos quien se convierte en el enemigo a batir, en el anatema de la mediocridad extendida y reaccionaria que sigue viviendo pendiente de los gustos y las propinas del señorito.

El buen y el mejor toreo es precisamente el mal y el peor ejemplo para estos nuevos expertos en modas toreras, catacaldos sin olfato que paladean y se regodean en el retrogusto de las salsas variadas con que se tapa la falta de sustancia de la tauromaquia insípida y de memoria efímera.
Y es que las evidencias tomasistas resultan tan demoledoras, tan peligrosas y tan dañinas para las mentiras rentables que los voceros no tienen más opción que gritar de dolor al ver como en cada paseíllo del hereje se desmorona otra planta más de su confusa e interesada torre de Babel.

El esbirro y el pedante, esos que decía Machado que creen que "saben porque no beben el vino de las tabernas", no son capaces ya ni de reconocer el toreo grande en los talones asentados, en la figura natural y la cintura acompasada y flexible, en las muñecas dúctiles, en la dulzura de los vuelos de capotes y de muletas.

Ni saben si quiera, de tan revolcados en sus propios lodos, ver ante sus propios ojos el verdadero valor que se asoma, humilde pero digno, tras el aguante impávido, tras la actitud serena de quien pasa serenamente las líneas rojas para imponer la razón y no la fuerza.

Pocos de entre la tropa que defiende el castillo de arena se atreven a señalar el auténtico mérito del toreo más allá de las apariencias de esfuerzo, de la tensión de los músculos crispados, de la esgrima de navaja y manta estribera o de la trayectoria centrífuga de la maestría refugiada detrás de la mata.

Y menos aún son los que pueden distinguir el arte más trascendente entre los matorrales y las flores marchitas de las cursiladas operísticas, las posturas para posados de fotógrafo de bodas, los pizzicatos de jindama y los besugos a la espalda.

Con tanto ruido de plañideras, cotillas y vecindonas, a fuerza de chillidos de groupies histéricas y berridos de hinchas deportivos, es así, efectivamente, como la brutal armonía del toreo sale derrotada cada tarde en los marcadores simultáneos de casquería peluda, en esos titulares que, como neones de carretera secundaria, pretenden hacer pasar por "faenones" los que no pasan de ser vulgares y sudorosos trabajos destajistas.

Pero, tristemente, quien más pierde en este siquiátrico es siempre el toreo, la propia esencia de la tauromaquia, que se va quedando arrinconada por la tergiversación de los conceptos, por la falsificación del lenguaje, por la barata grandilocuencia de estos catetos tomboleros de feria que, con ese ruido ensordecedor que anula las conciencias, ganan más con los gatos que con las liebres.

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